Era esbelta y agraciada. Apenas una adolescente, que sentía cómo la sed de conocimiento crecía en su interior.
Había cumplido los 13 años. Era, en aquella época suya, la edad de la responsabilidad. Seguía estudiando en su casa con un profesor particular, Francisco, que era un buen vecino. Sus padres habían confiado en él. Era un hombre muy culto, y sabía enseñar. Día tras día, a excepción de los fines de semana, tocaba en la puerta del matrimonio Giménez-Adrover y ya le esperaba Alberta en su cuarto de estudio, donde le presentaba los trabajos realizados. Francisco quedaba admirado de su alumna. Era dulce, discreta, simpática, generosa, muy inteligente; captaba todo a la primera, y avanzaba en los programas con seguridad y rapidez. Para Francisco, Alberta era brillante.
A sus 13 años, Alberta le regaló una pluma a Francisco, y este, entonces, aprovechó para dedicarle una poesía que comenzaba así:
[quote]“Gracias mil el alma mía
te rinde Alberta, en verdad,
por tu fina cortesía,
por la pluma que me envía
tu dulce y tierna amistad….”[/quote]
Alberta sentía algo especial en su corazón. Aquel joven le había abierto su mente, ¡había aprendido tanto con él! A su vez, le admiraba por su sensatez, su estilo, su forma de enseñar y su cultura pero, sobre todo, él mismo era bueno, paciente, cordial, respetuoso, amable…
La poesía la leyó un montón de veces y se daba cuenta de que no era ella sola la que sentía algo muy especial, pero lo guardaba como “su secreto”. Sus padres no estaban al margen; sospechaban algo, esa poesía…, pero se decían en la intimidad: “el tiempo dirá, aún es muy joven”.
Pasó el tiempo y un día Alberta se atrevió a comentarle a su madre:
Mamá, ¿qué me pasa? Siento algo especial, no sé cómo explicar, es que cuando le miro…
Mira, hija, lo que te pasa es que estás “enamorada”.
¿Será verdad?